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Resulta evidente que en la actualidad una de las preocupaciones que con mayor énfasis condiciona la opinión de los ciudadanos sobre la administración pública tiene su razón de ser en la corrupción. La percepción de la ciudadanía es que los gestores públicos han abusado de la confianza depositada en ellos como garantes de la ejecución de servicios y prestaciones públicas y que dicho abuso se ha traducido en una gestión ineficiente, con sobrecoste, con beneficios para terceros y con claros perjuicios para el último destinatario del servicio público: esto es el propio ciudadano. Las malas prácticas en la gestión de los servicios públicos potencian la sensación de indefensión del ciudadano ante el complejo y potente instrumento que es la Administración; puede llegar a sentirse doblemente perjudicado: por un lado es el obligado a costear mediante sus impuestos todas las inversiones y gastos realizados por las administraciones públicas y por otro, sufragará dichos gastos e inversiones con independencia de que finalmente sirvan o no al fin público. El desencanto del ciudadano con determinadas prácticas de gestión y administración abusivas, fraudulentas o directamente delictivas provoca su frustración y su desencuentro total con la identificación de la Administración como representante de sus intereses y objetivos de cara a la prestación de servicios públicos.